Es posible ver una tristeza en mis escritos. Ciertamente, el ojo de la nostalgia y de la pérdida, es parte integrante de mi experiencia vital, de mi manera de sentir. Hay una distancia. Palabra clave: distancia. Hay una distancia respecto a lo percibido. Esa distancia forma parte de un proceso perceptivo más amplio.
Primero, mi ojo se posa o es atraído por una materia, y esa materia forma parte de la realidad. Lo que pienso de ese objeto que atrae mi percepción inercial, que queda postrado frente a mí mismo como material para mi momentáneo e improvisado laboratorio (laboratorio poético), está implícito en mi filosofía: ese objeto debe ser transformado, transfigurado; es como un objeto casi inerte -que se presenta inerte a mis ojos- y al que hay que tratar de insuflar vida (esta es mi apuesta ético-estética, mi decisión afirmativa).
La palabra como objeto también está muerta, y también hay que insuflarle vida en el proceso. (La palabra ha de volar, fugarse, despegar del papel mental).
Esta es mi apuesta por el querer vivir. Mi forma de ver el querer vivir. Así, la tristeza no puede quedarse solamente en eso. Es un primer momento: el cristal de la nostalgia, de la pérdida, de la ausencia, del vacío. Ese vacío es, en mi tendencia budista, claridad. Es un primer momento, como digo, en un proceso que se repite. Se repite pues se trata en este proceso del paso de lo mismo (realidad presentada) a lo otro: es el eterno retorno de la diferencia nietzscheano.
Es una cuestión de ejercer la libertad, pero no la libertad con mayúsculas, como se emplea frecuentemente, sino la libertad como flujos metamórficos de transfiguración, la búsqueda de salidas de la prisión, la creación de líneas de fuga en la materia-cárcel. Kafka definía este primer momento que predispondrá para el laboratorio, la manipulación transformadora (como la manipulación fotográfica en fotografía digital). Decía: "El hombre es libre de elegir sus propias cárceles". A veces ni siquiera es libre de eso, pero normalmente es el caso, casi siempre: Kafka tiene razón entonces. Pero entonces viene el momento de transformación, el acto rebelde, la respuesta ante lo impropio, ante esa realidad impropia. Es el momento poético. Es también el momento del trance, pues alcanzamos lo diferente, lo nuevo, también: lo nuevo que retorna. Siempre lo nuevo, siempre hacia lo nuevo, con pasaporte entonces desde la materia neutra y fija de la realidad. Es el trampolín, la catapulta, la detonación. También el centro llevado a la periferia, en múltiples direcciones: la centrifugación. Y esto es, entonces, el don, la alegría, el placer o gozo.
Es por eso que Foucault definía la risa filosófica como silenciosa. La risa filosófica es paciente, pues hay una paciencia, una dedicación, una artesanía mental en el tránsito del primer momento al segundo, en el tránsito de la realidad a la transfiguración, en el tránsito de la repetición a la diferencia. Paciencia y retorno son indisolubles; hay una perseverancia: la perseverancia del ser humano en seguir siendo (perseverar en su ser) -como definía Spinoza la ética-, el trato amigo con el retorno, el reconocimiento del retorno, reconocimiento que sólo se da desde la propia distancia, desde la distancia justa que se metamorfosea, que varía, siempre en un proceso maquínico y molecular.
Pensar es entonces no el acontecimiento natural e inercial del pensamiento, como bien expone Deleuze, sino un acontecimiento perceptivo (el ojo que piensa, el pensamiento que ve) de carácter nomádico. Es un nomadismo en una tierra extraña, ajena por identificada, que no reconocida, sino transgredida, violada, hacia un acto de amor puro, una expresión pura, fuera ya de lo instituido, de la institución (la convención, el tópico, lo identificado; la ley, por tanto, también). Este nomadismo consiste en la trasgresión y transfiguración de las máscaras identificadas generando lo vivo, una nueva materia otra: es el reverso, la metamorfosis de los simulacros, llevada a cabo en su terreno, en la potencia de lo ficticio. Es una hipérbole de la que sólo su inicio es real.
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